Crecí siendo testigo del dolor de mi madre, sus hermanas y mi abuelita por la ausencia de mi abuelo René, pero también crecí escuchando con detalle cómo fue su vida. Sé que era curioso y que gustaba de hacer experimentos en su jardín que daban como resultado frutas híbridas o flores de dos colores. Sé que también ideó una plataforma para criar pollitos en poco espacio. También que era muy bueno para organizar la tienda que tenía con mi abuelita. Que sin computadoras creó códigos para llevar el control de la mercancía.
Supe del amoroso y tierno padre que le cantaba a sus hijas antes de ir a dormir; que todas las mañanas las llevaba a la escuela y que, en la tarde, al terminar su turno en la línea de autobuses de donde era chofer, llegaba silbando desde la calle para que mi mamá y su hermana salieran corriendo a recibirlo y él las levantara a ambas en brazo.
Crecí, sin embargo, escuchando también lo doloroso que fue el proceso de su repentina y misteriosa enfermedad. De los intentos imposibles que hacía mi abuelita para sanarlo: doctores en la Ciudad de México, avioneta a la playa para que el mar le devolviera la fuerza a sus piernas. Oraciones, promesas, terapias y máquinas de rehabilitación que en ese tiempo no se acostumbraban. Ajustes a la casa para que él pudiera andar cómodamente con su silla de ruedas. Soy honesta: ahora que tengo edad me duele mucho más esta parte porque apenas puedo imaginar el altísimo costo emocional y físico que esos tres años representaron para todos.
Cuando mi abuelo fallece se abre en la familia una grieta bastante particular. Una dolorosa y profunda, pero al mismo tiempo una muy hermosa y esperanzada forma de mantener vivo a mi abuelo en los corazones de nosotros, sus nietos, que, sin conocerlo, lo amamos.
Pienso que quizás por eso en mi crianza el Día de Muertos tiene un papel importantísimo y es que fui testigo del despliegue de rituales y honores que la memoria de mi abuelo ameritaba. Cajas de frutas, de pan, de veladoras, tercias de flores, kilos de las mejores nueces, la molienda más fina para conseguir el mejor chocolate del año.
Se usaba la mesa más grande que había en la casa con un mantel mandando a tejer cada año exclusivamente para esta fiesta. Los tamales que ni remotamente podían ser comprados, sino que eran preparados uno a uno por mi abuelita y mis tías, para que la comida estuviera a la altura de la ocasión. La botella más cara, los floreros nuevos. La limpieza profunda de la casa y, finalmente, el corazón encendido al observar todo el ritual hecho para afirmar: “Aquí sigues con nosotros, y tanto es nuestro amor, que disponemos esta ofrenda para tu memoria”.
Nadie ponía altar en su casa porque todos concentrábamos los esfuerzos para el altar en casa de mi abuelita, sin embargo, hacia los siete u ocho años comencé a insistir para que me dejaran poner una ofrenda en mi casa. Así fue como progresivamente me apropié de la tradición, y desde entonces, hasta el día de hoy, soy yo quien pone el altar. Claro, al principio no dimensionaba con profundidad todo el lenguaje simbólico del altar y las fechas, sin embargo, fue el paso de los años, y el acumular de seres queridos a quienes recordar, lo que me ha hecho dotar a este ritual de una tesitura especial. Una que combina lealtad con amor, y, sobre todo, esperanza…
Mi abuelo, aún sin haberlo conocido, ha estado presente durante toda mi vida gracias a la memoria, al relato y a los rituales que mantienen su presencia vigente a través de sus seres amados. Ahora, somos nosotros quienes les hablamos a las nuevas generaciones (los bisnietos) de “Papá-René” de las decenas de canciones que dejó escritas, de sus rosas de colores, de sus tangerinas… de la prueba contundente y absoluta, de que el amor, nos hace eternos.
No digo que con el pasar de los años y el acumular de las memorias colocar el altar haya sido sencillo. Muchas veces, sobre todo en 2005 y 2017, el ritual costó realmente mucho trabajo, sin embargo, yo que suelo ser testaruda y obstinada, encuentro en estos ritos un gesto bellísimo de amor y lealtad que nos deja saber que, pase lo que pase, el amor nos mantendrá tan unidos.
Mi abuelo está presente, y lo seguirá por muchos años porque el corazón de mi madre, sus hermanas y mi abuelita se encargaron de sembrar esa semilla en nuestros corazones. Este pequeño viaje que transitamos así tan pronto, es poderoso e invencible. Las ofrendas con sus flores, olor a copal y la mejor comida, nos recuerdan que “lo más vulnerable en nosotros es también lo más digno”.
Hasta donde estén, Papá René y Fany: los llevo conmigo para siempre y el altar es signo de ello.