sábado, 28 de octubre de 2023

Ofrenda

Crecí siendo testigo del dolor de mi madre, sus hermanas y mi abuelita por la ausencia de mi abuelo René, pero también crecí escuchando con detalle cómo fue su vida. Sé que era curioso y que gustaba de hacer experimentos en su jardín que daban como resultado frutas híbridas o flores de dos colores. Sé que también ideó una plataforma para criar pollitos en poco espacio. También que era muy bueno para organizar la tienda que tenía con mi abuelita. Que sin computadoras creó códigos para llevar el control de la mercancía.

Supe del amoroso y tierno padre que le cantaba a sus hijas antes de ir a dormir; que todas las mañanas las llevaba a la escuela y que, en la tarde, al terminar su turno en la línea de autobuses de donde era chofer, llegaba silbando desde la calle para que mi mamá y su hermana salieran corriendo a recibirlo y él las levantara a ambas en brazo.

Crecí, sin embargo, escuchando también lo doloroso que fue el proceso de su repentina y misteriosa enfermedad. De los intentos imposibles que hacía mi abuelita para sanarlo: doctores en la Ciudad de México, avioneta a la playa para que el mar le devolviera la fuerza a sus piernas. Oraciones, promesas, terapias y máquinas de rehabilitación que en ese tiempo no se acostumbraban. Ajustes a la casa para que él pudiera andar cómodamente con su silla de ruedas. Soy honesta: ahora que tengo edad me duele mucho más esta parte porque apenas puedo imaginar el altísimo costo emocional y físico que esos tres años representaron para todos. 

Cuando mi abuelo fallece se abre en la familia una grieta bastante particular. Una dolorosa y profunda, pero al mismo tiempo una muy hermosa y esperanzada forma de mantener vivo a mi abuelo en los corazones de nosotros, sus nietos, que, sin conocerlo, lo amamos.

Pienso que quizás por eso en mi crianza el Día de Muertos tiene un papel importantísimo y es que fui testigo del despliegue de rituales y honores que la memoria de mi abuelo ameritaba. Cajas de frutas, de pan, de veladoras, tercias de flores, kilos de las mejores nueces, la molienda más fina para conseguir el mejor chocolate del año.

Se usaba la mesa más grande que había en la casa con un mantel mandando a tejer cada año exclusivamente para esta fiesta. Los tamales que ni remotamente podían ser comprados, sino que eran preparados uno a uno por mi abuelita y mis tías, para que la comida estuviera a la altura de la ocasión. La botella más cara, los floreros nuevos. La limpieza profunda de la casa y, finalmente, el corazón encendido al observar todo el ritual hecho para afirmar: “Aquí sigues con nosotros, y tanto es nuestro amor, que disponemos esta ofrenda para tu memoria”.

Nadie ponía altar en su casa porque todos concentrábamos los esfuerzos para el altar en casa de mi abuelita, sin embargo, hacia los siete u ocho años comencé a insistir para que me dejaran poner una ofrenda en mi casa. Así fue como progresivamente me apropié de la tradición, y desde entonces, hasta el día de hoy, soy yo quien pone el altar. Claro, al principio no dimensionaba con profundidad todo el lenguaje simbólico del altar y las fechas, sin embargo, fue el paso de los años, y el acumular de seres queridos a quienes recordar, lo que me ha hecho dotar a este ritual de una tesitura especial. Una que combina lealtad con amor, y, sobre todo, esperanza…

Mi abuelo, aún sin haberlo conocido, ha estado presente durante toda mi vida gracias a la memoria, al relato y a los rituales que mantienen su presencia vigente a través de sus seres amados. Ahora, somos nosotros quienes les hablamos a las nuevas generaciones (los bisnietos) de “Papá-René” de las decenas de canciones que dejó escritas, de sus rosas de colores, de sus tangerinas… de la prueba contundente y absoluta, de que el amor, nos hace eternos.

No digo que con el pasar de los años y el acumular de las memorias colocar el altar haya sido sencillo. Muchas veces, sobre todo en 2005 y 2017, el ritual costó realmente mucho trabajo, sin embargo, yo que suelo ser testaruda y obstinada, encuentro en estos ritos un gesto bellísimo de amor y lealtad que nos deja saber que, pase lo que pase, el amor nos mantendrá tan unidos.

Mi abuelo está presente, y lo seguirá por muchos años porque el corazón de mi madre, sus hermanas y mi abuelita se encargaron de sembrar esa semilla en nuestros corazones. Este pequeño viaje que transitamos así tan pronto, es poderoso e invencible. Las ofrendas con sus flores, olor a copal y la mejor comida, nos recuerdan que “lo más vulnerable en nosotros es también lo más digno”.


Hasta donde estén, Papá René y Fany: los llevo conmigo para siempre y el altar es signo de ello. 

sábado, 22 de julio de 2023

Para el día de colgar los tenis

 Últimamente he pensando mucho en la muerte.

Mi abuelo murió a los 33 años, la edad que cumplí hace tres días. 

Mi prima murió a los 35 años. 

Muchos no pasaron la pandemia, otros se han ido progresivamente.

Mi abuelo tiene 93 años y mi otra abuela 86.

No sé cuánto tiempo me quede. Así que más vale prepararse. Por si acaso pasa, busquen este texto:


Si me conocen saben que me he sentido muy afortunada de atravesar este viaje llamado vida, y que de manera humilde acepto que mi momento tenía un inicio y un día para trascender y regresar al universo, a esa naturaleza que tanto me ha maravillado y a la que en este momento en paz y feliz, regreso.

No siento miedo, al contrario, siento gratitud por haber tenido el enorme privilegio de regresar para caminar las montañas, los ríos, nadar en el mar, conectar con seres distintos que me brindaron su amistad y confianza en cuyos ojos pude afirmar que el viaje era maravilloso. Por los libros, la música, el arte, las experiencias estéticas...

A las personas que conocí y que amé, gracias por iluminar y encender mi corazón; de muchas maneras fueron motor para cada una de mis acciones. Sé que despedirse siempre causa una congoja en el corazón, pero ey, fuimos felices, nos quisimos y ese amor nos unirá mucho más allá de este día. Me voy a poner hippie: nuestras energías han quedado entrelazadas, y me convierta yo en lo que me convierta, cuando me amen, me sentirán, así como yo los sentiré de alguna manera. Estaremos unidos siempre. Dejen que mi legado los inspire: contemplen el mundo, cuiden la vida, observen con atención a las aves, los peces, las plantas… entendamos y asumamos juntos que somos parte de un delicado y hermosísimo equilibrio.

Fallé muchas veces. Lo sé y lo siento. Ofrezco una disculpa de corazón. Además, como ya me fui, si no me perdonan serán unas terribles personas, jajajá, no es cierto, pero sí, perdonen mis grandes tareas: la tentación de la soberbia, la arrogancia, la frialdad con la que protegí el corazón de nubecita que Dios puso en mi pecho.

No quiero a nadie llorando. Juntos, reconfórtense. Platiquen de mis aventuras, de mi alma de Robin Hood y de Batman. Rían y por qué no, tómense un trago de buen ron a mi salud (al responsable de la logística quiero un Matusalem Gran Reserva para lxs invitadxs). Siempre y cuando yo pueda confiar en que ustedes comprenderán mi transformación y se comprometerán con nuestro amor más allá de este momento, estoy tranquila.

Quiero música de la que me gustaba en vivo. Shostakovich, Bach, Mendelssohn, Beethoven… que suene alto y fuerte; que sea una fiesta. Por favor, no quiero mi foto entre nubes o con el espíritu santo en mi cabeza. Jajajá. Quiero que las personas impriman una foto conmigo o de algo a lo que yo les recuerde y que poco a poco las coloquen cerca. Todas mis locuras por favor.

No sé, creo que a este pase pero si tengo un hijo para entonces y alguien pone una foto mía encima de una barra de bar bailando: La juventud fue salvaje. Que tus tías te cuenten para que aprendas lo lúdico, pero también el auto-cuidado.

Lean en voz alto algo de lo que disfruté leer, compartan mis ideas radicales, citen a Flores Magón, Kropotkin, Bakunin, María Zambrano… LEAN A RILKE.

No rezos, por favor. Los rezos los ensimisman y los ponen tristes. Quiero que platiquen, que se rían, que recuerden mis locuras, mis aventuras, mis bromas pesadas…

Pero sí quiero una misa para ponerme en presencia de Dios, confiados en que estaremos bien, pero solo eso. “Señor en ti confío”. Y pongan atención a la Misa, que, si no, les jalo las patas mientras pueda… Confíen en la liturgia para que sus corazones se consuelen.

No tapete, no cruces, no cuarenta días… solo una luz en sus hogares con la que puedan pensar en mí mientras eso les ayude.

Quiero mi foto en el Altar de noviembre con un libro. El que ustedes piensen que me gustaría y una planta que hayan cuidado en el año pensando en mí.

Si la gran mesa es cierta y allá arriba están todos… estoy ya muy feliz de platicar con viejos amigos, amigas y familia que partió antes. Además, imaginen: estoy platicando con mis crushes intelectuales ¡UFFF! Rimbaud, Velásquez, Melville, Remedios Varo, Baruch Spinoza, María Zambrano…

Responsable de logística: Entregue uno de mis libros a cada invitado, por favor. El resto, a lugares en donde se vayan a usar.

Amé con fuerza. Contemplé y cuidé la vida. Vida, nada me debes. Estamos en paz. Señor, en ti confío.


Zak

Hace años salí corriendo de la playa con un pedazo de hierro hirviendo adentro del pecho. La cicatriz que dejó ese momento tardó varios años en sanar, y aunque ahí sigue, por momentos “sensible” ante detonadores externos, hoy sé que muestra de mi voluntad lo más digno y más valiente.

Cuando el ardor es tan profundo tiene la posibilidad de cercenar la carne viva para que en su lugar rebrote la vida; la esencia.

Después del ruido y la invitación al abismo de la playa busqué antípodas que me ayudaran a anestesiar los dolores. Así llegó la presencia felina a mi vida, los bosques, el silencio y, fundamentalmente, la soledad. Pasé mucho tiempo sola, diseñé paseos, viajes, vacaciones… sola. Fueron tiempos de búsqueda y reconexión fundamental con la contemplación.

El bosque a solas se convirtió en refugio durante mucho tiempo. Allí aprendí a respirar de nuevo, pero también a tocar de manera sutil esa dimensión de la vida que había tratado de ocultar con desfachatez y arrogancia para proteger la sensibilidad y empatía con el mundo.

Poco a poco el exilio de la playa fue un viaje de aprendizaje y decisiones. Tocó sacar todo de las bolsas, el as bajo la manga, la baraja de oro, la ruleta rusa y demás trucos que durante años fueron autopista de la juventud para quedarse con lo indispensable.

Bosque y vulnerabilidad a flor de herida permitieron recordar esa intuición de la naturaleza como manifestación de una pulsión vital que se extiende en un equilibrio sutil, en ocasiones violento, pero al final de cuentas bellísimo.

Reconecté con esa esencia que desde niña buscaba pasar tiempo rodeada de árboles, ríos y naturaleza como si en la ausencia de palabras se pudiera dar sentido a una experiencia simbólica poderosa de conexión con la vitalidad.

Retomé esos intereses que por años sepulté debajo de los trucos y los atajos, para asumirme como creatura de la naturaleza. Una especie de naturalista anacrónica en cuya mirada confiaba que podía prescindir de las palabras. Voto de silencio y humildad que considera la existencia humana una casualidad antes que un escalón de superioridad.

Hoy una caminata por el bosque me arregla la vida porque me devuelve la mirada hacia lo indispensable: el viaje será corto, habrá que cumplir nuestras tareas para que la vida continúe. Así encuentro perspectiva, motivación, inspiración. Además, es el único momento en donde las voces de la ansiedad enmudecen por completo y solo existe música dentro del alma.

En los tiempos del exilio y la transformación llegó Clío a mi vida. Ya he contado antes que su presencia me invitó a afrontar la posibilidad, descubriendo en su compañía un vínculo de complicidad y aceptación que le ha dado calor a mis días. Su existencia felina no se rinde ante mis caricias de primera, pone distancia y es cautelosa, sin embargo, cada vez que me elige puedo sentir la belleza de crear un lenguaje particular entre dos especies bajo un pacto de amistad que me deja ver en su reflejo, virtudes de mí misma: su obstinación, rebeldía, poca disposición para el encuentro con extraños, pero al mismo tiempo su ternura cuando se acurruca y confía su vulnerabilidad.

Sin embargo, siempre tuve preferencia canina y desde hace muchos años deseaba un amigo perro que me acompañara y me motivara a no perder en la inercia de la cotidianidad el contacto con lo fundamental en mi vida: la naturaleza, porque por mucho que Clío me quiera, los gatos no son para paseos entre senderos y ríos.

Así que un día cuando la vida se ponía difícil y era consciente de que el viaje podía ser aún más corto decidí de golpe que Zak llegara. Aunque los primeros días implicaron una inversión monumental de energía y esfuerzo, desde el momento en que llegó supe que una parte muy profunda de mi filosofía de vida se materializaba con su presencia y alegría.

Zak tiene la alegría, energía e inteligencia que siempre soñé en un perro. Con todo y las etiquetas de “problemático” que las personas suelen colocarle a su raza. Para mí refleja la obstinación y resistencia a la autoridad, pero al mismo tiempo la lealtad ciega que puede otorgar una vez que siente confianza. Refleja la impulsividad desbordada que lo mismo salta del risco más alto si está motivado que atraviesa un río embravecido se ha convencido de algo. Reconozco su alegría y curiosidad por un mundo que se le descubre nuevo a cada esquina, y, fundamentalmente, el cariño tan inocente que refleja cuando lo único que busca es una caricia.

Al final Zak y yo, de a poco vamos creando un lazo de confianza mutua que nos unirá durante varios años en donde nos recordaremos lo importante: Conectar con nuestro entorno al puro estilo Franciscano, Spinoziano. Dejar que nos arrobe la natura naturata.

Zak es el mundo que anhelaba, no el que me tocó por deber y fortuna, sino el que desde hace mucho tiempo esperaba. Una extensión materializada de la cosmovisión naturalista y orgánica en donde el sentido se encuentra a través de la contemplación. Es energía que me impulsa a aprender y estar a la altura de lo que necesita; energía que me obliga a dejar el sillón y a organizar la vida para que estos pasos nunca abandonen su esencia. 

No sé cómo saldremos de este viaje, lo que sé en este momento es que mi pequeño cachorro es una inyección directa de felicidad y alegría. 

viernes, 16 de junio de 2023

Cicatrices

 

“Las cicatrices tienen el extraño poder de recordarnos que nuestro pasado es real.

Los sucesos que las causan no se pueden olvidar nunca”

Cormarc McCarthy

 

Tuve un ataque de pánico de los que hace ya bastante tiempo no tenía. De esos que visten cada célula de vulnerabilidad.

Comenzó con una incomodidad generalizada y apenas un susurro de culpas pasadas, pero fue creciendo de tal modo que en menos de media hora mi cuerpo no podía moverse. Estaba anclado al piso, inmóvil, con una sensación de terror que cada vez se hacía más y más fuerte.

Los pensamientos a toda velocidad comenzaron a bombardear mi mente de tal manera que ahí estaba yo, rendida, hincada, venerando el relato-monumento.

Primero la vergüenza y la culpa, pero después, el recuerdo vibrante de cada una de las estaciones en el desierto. La soledad, el arrepentimiento, la rabia, la desesperación, y el dolor… el dolor de los malos del cuento, el de los malvados, los desterrados, los ingratos que solo tienen lo que se merecen: escarnio público.

Tribunal en pleno para señalar la herejía.

En medio de ese episodio de tanatosis repentina tuve que moverme de manera intempestiva para atender el mundo y entonces el terror fue absoluto. En cuanto me moví todo pareció una película de la cual yo solo era observadora; como si no perteneciera al guion o estuviera viendo el mundo a través de una vitrina mientras las voces e imágenes martillaban.

Sentí claramente como si los pulmones me hubieran colapsado y no fueran capaces de seguir con su tarea. Ahí reconocí claramente el rostro de mi viejo maestro: ataque de pánico. Recordé esa sensación y la manera en la que me hacía salir corriendo de donde estuviera: transporte público, trabajo, paseo…

Busqué la salida más cercana e intenté tomar las riendas del caballo salvaje que era mi mente. Me desabrigué para que el frío me trajera de vuelta, y sin embargo, solo pensaba en los inquisitores: “Seguro pensarán que lo hago para llamar la atención, ¿lo estoy haciendo así?, ¿soy además tan perversa como para fingir esto?” Y seguía sin pertenecer al mundo… Alcancé a pedir ayuda con el milímetro de mente operativa que aún guardaba conmigo y a través de un acompañamiento calmo y compasivo pude poco a poco, reincorporarme.

La mente tiene un poder impresionante para hacer realidad sus pensamientos. Mi cuerpo durante el episodio enfrentó al terror con todas las respuestas físicas y medibles que éste trae consigo. Fue real ese desequilibrio entre el relato, el presente y las emociones, aunque éstos dependieran exclusivamente de algo intangible.

También es asombroso que las cicatrices nunca sanen con todo y lo muy racionalizadas y “trabajadas” que las tengamos. Sobre todo cuando representan quizás nuestra historia más vulnerable, aquella en la que para “comprender tuvimos que destruirnos” (F.P).

Sí, muy interesantes los discursos sobre el crecimiento, la transformación, el compromiso, pero parece que jamás podremos borrar lo que hicimos, ni desdecirnos o borrar la memoria de los demás. Entonces ahí es donde los juicios que se emiten en el presente se vuelven dagas que atraviesan la piel tocando los órganos más sensibles de nuestras emociones; trayendo del pasado ese dolor que atravesamos. Esa aura de soledad que se nos instauró después de ser testigos de las creaciones de nuestras sombras a la rienda. Porque de pronto, esa, nuestra historia más sensible es iluminada públicamente para recibir etiquetas.

Sí, somos contexto. Sí, somos historia que se reconstruye.

¿Pero cómo borramos los dolores que todavía guarda el cuerpo?

Pienso que quizás será como la rodilla derecha. Después de la cirugía “mejoró”, pero no quedó como antes. Sí tiene limitaciones, sí tiene crujidos y dolores. Sí recuerda que la vida ha pasado por aquí. A veces no importa, a veces no le presto atención, a veces me burlo sarcásticamente de mis poderes para anticipar lluvias, pero otras, sin embargo, solo me siento a doler mi dolor. Y listo.

 

sábado, 12 de junio de 2021

Antípoda

 Hace un año, un día como hoy culminaba la celebración de un año más de vida de mi madre.

Los últimos años había comprendido la violencia de la tierra; la extrema fragilidad de la vida humana y que la capacidad de tocar el dolor de otros nos vuelve humanos.

Aprendí fundamentalmente que nunca tenemos asegurado un “la próxima vez”; y que no hay remordimiento más grande que haberse quedado con ganas de decir “te quiero; eres importante para mí”. (Desde hace cinco años me lo he reprochado cada día).

Desde hacía algunas semanas lidiaba con una amenaza mundial que cambió de manera radical el orden al que estábamos habituados. Por más que intentaba mantener a raya mi ansiedad, era difícil. Pensaba que todo podía derrumbarse en cualquier momento. Sentía miedo; pensaba que la posibilidad de decir adiós al mundo estaba rondándome de manera muy cercana.

Ese día, tomaba la última copa de vino, acostada en la fuente, con la mirada hacia las nubes. Y entonces recuerdo esa fuerza con la que apareció una pulsión dentro de mí. Una necesidad imperiosa por escribir; por enviar una señal.

De pronto pensé que, si mi vida terminaba ese día, o la siguiente semana, dentro de las cosas que me gustaría hacer estaban, genuinamente, decir con el cariño más sensato, que la responsabilidad era mía; que fui la mano ejecutora de la injusticia y que aquella experiencia había transformado mi vida entera.

La idea no se iba, al contrario, se hacía más y más fuerte. Por más que intentaba distraerme esa idea estaba ahí como si fuera el último deseo de quien sabe que puede bajar la cortina.

Recuerdo reprocharme fuertemente. Enojarme con mi atrevimiento. Sentir ganas de amarrarme las manos así fuera con el grillete más grande que pudiera encontrar ante mi falta de dignidad en la mirada si quiera para acercarme. Sentí vergüenza, por lo que hice, por la locura que estaba imaginando. Me recordé que el exilio era mi lugar porque eso había construido yo. Me exigí valentía para aceptarlo, sin darme cuenta, que hacía años vivía detrás del mundo: acobardada, eligiendo la “falsa seguridad” que brinda renunciar a mostrarse vulnerable.

Subí a la habitación. Encendí la computadora y me compré un boleto de avión para la playa. Sentí que necesitaba salir corriendo de esa pulsión o que de lo contrario no iba a poder detenerla.

Después de comprar los boletos, escribí:

Pero la voluntad resiste, insiste y se afianza con más fuerza. Entonces se sabe que hay que tomar una decisión importante para domar los leones y torcerles los barrotes por donde quieren escapar. Entregarles tributo que los mantenga ocupados pero que, al mismo tiempo, los coloque dos pasos más lejos (en lugar de dos más cerca), de Ítaca; porque hace años que los dioses no nos hablan ni abogan por nuestros destinos, porque hace años que la misericordia divina es una obra magistral de la ficción. Hoy, cada quien carga sus pasos y levanta la cara, porque la derrota de la humanidad al menos, debe ser digna.

Me fui a la costa convencida que estaba girando el rumbo del barco para ir en dirección contraria a esa pulsión. Esos días frente al mar, recordé una parte de la vida que durante mucho tiempo había sepultado como si se tratase del lado envenenado de mi ser. Recordé la valentía, el arrojo y cuánto disfrutaba sentir que podía retar al mundo para mantener mi corazón latiendo fuerte.

Después de años, regresaba. Sentada en la arena, miré el mar y lo sentí de nuevo: por más que yo me alejara, ahí se sentía mi corazón. Tan real y profundo.

Haberme atrevido el arrojo de viajar en semáforo rojo hacia el lugar en donde me pulsaba el corazón (después de ser un mamífero asustado, resguardado a piedra y lodo en su hogar) fue la primera de muchas concatenaciones que me llevaron al sitio opuesto que me veía construyendo. En el fondo, destapaba de a poco, el cajón que hacía falta para volver al mundo.

El exilio, esa tierra que construí, fue una barrera que permitió guardar lo más; la conciencia del dolor, de la injusticia. La culpa y la vergüenza que se convierten en miedo permanente.

No. No era valiente por mantenerme luchando contra corriente. Era profundamente cobarde por no atreverme a colocarme la dignidad (vulnerabilidad) necesaria para nadar en dirección de esa pulsión. Huía.

Por ese tiempo trabajaba con algunos ensayos de Arendt que hablaban de la vida y sus posibilidades, de la creación, de la libertad y la belleza. Igor Caruso también compartía el escritorio junto a Girard y su teoría sobre la figura del mártir.

Esos días me atreví a cosas que antes no había hecho. Volví a sentir esa parte de mí que tanto disfrutaba y a la que con tanto pavor había renunciado.

Y así, un día sin nada relevante ni significativo, en medio de una jornada laboral cotidiana. Cambié de pestaña el navegador y de un solo tirón salió lo que necesitaba salir.

Solo puedo decir que esa tarde recuperé ese sentir el mundo que me representa. Y ante la contundencia, no pude hacer otra cosa sino salir manejando con rumbo de la casa de mis bisabuelas. Puro impulso operando. Hoy, a la distancia, reviso el texto de aquella primera noche de “rebeldía”, y dice: Guardo en las venas la voluntad de mis abuelas.

Iba distraída. Llevaba la cabeza en mil cosas y no di vuelta en donde debía para entrar al pueblo. Mientras intentaba reorientarme, encontré esto, de frente:

 


No me di cuenta, sino hasta hoy que recapitulo todo lo que ha pasado.

Jamás imaginé que el día de hoy sería de esta forma. Da miedo, pero también se siente a vida. Se siente a tomar agencia en el mundo, sabiendo que somos frágiles, pero que, de muchas maneras, podemos ser más que nuestros yerros si asumimos con la valentía y humildad nuestros lados que nos conectan con otros.

Hoy, exactamente un año después, estoy en el sitio contrario. Jamás, jamás, jamás, hubiera imaginado que este día hubiera sido de esta manera.

Agradecimiento y ganas de honrar los dolores y las alegrías que esta existencia ha resistido. Así cierro el día.

Ir en contra de lo que se siente no es decidir.

Asumir el terror y la certeza que lleva consigo lo contrario, sí